Tom estaba orgulloso
del trabajo hecho: todo el algodón recogido en menos de un mes. Imaginaba contento
al patrón, un buen hombre del Norte que quizás al día siguiente, cuando le
diese la paga, sabría reconocérselo. Se lo habría ganado: de sol a sol sin
descanso, justo uno de muy corto para dar un bocado cuando se lo llevaba la
Sally.
Miró aquellos campos bajo el cielo rojizo del atardecer —un mar verde ondulante
bajo una bola de fuego—; inspiró fuerte para llenarse de aquel aire dulce; se
secó las últimas gotas de sudor de la frente y se encaminó hacia el pozo: antes
de verse con Sally quería lavarse. Hoy la llevaría al cobertizo que había visto
más allá de los barracones, le urgía poseerla a solas: delante de los demás
nunca más!
Se lavó a fondo con el agua que la
palanca hacía subir de ves a saber dónde, de muy adentro, fría que hacía daño.
Muchos la temían: “ni para beberla es buena el agua”. A él no le dio miedo, se
la tiró por encima con el cubo: muy fría, pero siguió mojándose; los sobacos
llenos de tirabuzones, el cuello como el de un toro, el pecho como un armario…
—¿Qué,
guapo, quieres compañía?—Sally salió a recibirlo: llevaba el cabello hacia
atrás y una gardenia blanca detrás de la oreja derecha.
—Mira que eres bonita!—Tom la cogió
suavemente por la cintura, estirándola hacia el cobertizo.
—Tom, ¿dices? a
ver...sí, Tom, aquí está. Buen trabajo, aquí tienes, descontado alojamiento y
comida, aquí tienes veinticinco—le dijo al día siguiente el capataz del amo.
—¿Cómo dice, jefe, alojamiento y comida?
—Y qué te creías, que te lo regalaríamos ?.
Anda, vete y vuelve el año que viene si aún estás fuerte como ahora.
Le dio
el dinero a Sally, —guárdalo tú, mujer, que a mí se me puede perder—, e
hicieron camino hacia la ciudad: veinte casas bordeando un camino lleno de
roderas y a reventar de trabajadores como ellos que se gastaban la paga. Fueron
a buscar un lugar donde dormir.
—¿Para
vosotros?. Será en el pajar, a dos dólares la noche.
—Dos
dólares?—Tom observaba a su mujer:—Con la paga no tendremos ni para diez días.
Dormiremos a serena.
Lo hicieron unas cuantas noches,
levantándose antes de que les tirasen los perros encima. Para comer iban
haciendo con aquellos dólares y al acabarlos se encaminaron hacia McDermont: la
finca estaba desolada, todo el algodón en flor por recoger y la misma casa
deslucida
Encontraron
al señor en la sala grande, solo, a oscuras, sentado delante de una botella
medio vacía dejada sobre la mesa, al lado de un sable brillante: todavía vestía
el desgastado uniforme gris de los confederados del Sur.
—¿Ya estáis aquí? Dios del cielo, sí
que habéis tardado poco.
—No teníamos a donde ir, señor, sale
muy caro dormir a cubierto.
—¿Y qué te creías, hombre libre? Allí
donde vayas habrá un amo. Libres! ¿De verdad os habíais creído que los del
Norte os harían libres?
Tom no sabía qué decir. Tampoco Sally,
que miraba al amo con unos ojos que en la oscuridad eran como dos pequeñas lunas
llenas. “Mejor dejarlo hablar”.
—Ya veis lo que de verdad querían:
vuestros brazos… y pagarlos sólo mientras les hacen falta: después, vete, que
aquí molestas... Benditos, con sus promesas de libertad os los creísteis. ¿Y
ahora qué?
—Quizá tenéis trabajo para nosotros...
—Yo ya no tengo trabajo! ¿No habéis
visto los campos? Todos echados a perder y mi patrimonio, todos vosotros, a
quienes he alimentado desde que eráis niños, ahora vagando por los caminos y
trabajando para otros. Suerte que no se les acudió abrir también las cuadras.
— Yo...
— No digas nada, no hace falta. Ya nos añoraréis, ya... Si más no nosotros, cuando queríamos un trbajador lo comprábamos. Y lo cuidábamos... Pagarlos solo cuando te hacen falta, como a las putos... qué idea! Con razón nos ganaron la guerra!
McDermont
calló de golpe, paladeaba sus palabras. Se llenó el vaso, bebió un trago y observó
largamente a la pareja. Sobre todo a ella. La miraba de arriba abajo y se lamía
el labio inferior con la punta de la lengua.
—Pero
tranquilo, Tom, esta noche os podéis quedar aquí. Tienes una cosa que quiero.
Te daré dos dólares y solo te cobraré uno por el alojamiento.
—Tom!, ¿qué haces con ese sable?—gritaba
Sally una hora después y un segundo tarde: el hierro ya enfilaba carne adentro.