Quizá sin saberlo, el lema con que Clinton arrebató la mayoría a los
republicanos enlazaba con el materialismo histórico cuando afirma que el cambio
del modo de producción está detrás de las transformaciones sociales y
políticas.
Entonces era acaso todavía pronto y la afirmación del presidente americano,
en el sentido de primar la economía sobre la política, en realidad no hacía
sino servir en bandeja de plata los intereses de sus contrincantes republicanos
y llevar el modelo que había que transformar hasta su podredumbre.
También a este lado del atlántico la socialdemocracia cedía el paso a la
economía, acaso seducida con la idea de que un mayor crecimiento acabaría
permitiendo una mejor distribución y dando por supuesto que eso exigía privilegiar el capital que impulsaría el crecimiento, exonerándolo de
tributos, y proteger al tiempo sus bancos custodios.
Todo ello propició una concentración de renta en pocas manos como no se
había visto desde el crack del 29. Se había crecido, cierto, pero un exiguo 1%
de la población se había apropiado de la mayor parte de ese crecimiento.
De ahí la crisis, de esa concentración de riqueza que unos pocos amos no
encontraban donde invertir y como faraones redivivos construyeron grandes
pirámides. Y sí, también de piedra, pero con la imposible pretensión de que las
pagaran quienes las construían.
Era la puntilla que necesitaba el modelo para demostrar que era intrínseca
y doblemente insostenible. Por el lado de producción, por sustentarse en un
combustible cercano a su agotamiento y cuyo contaminante consumo pagamos ahora
al planeta en forma de cambio climático; y, por el de la distribución, por una
desigualdad tan grande que ni siquiera permite que se alcance a consumir tanto
como se produce y al tiempo haya millones de ciudadanos hundidos en la pobreza.
Por eso hablar de crisis y pretender resolverla volviendo al modelo que la
produjo no puede por más que traer una nueva; y si encima se pretende resolver
acrecentando aún más la desigualdad y menospreciando el planeta, a buen seguro
que la siguiente ha de ser mucho peor aún y todavía más próxima.
Y seguramente lo saben. Quienes no pueden sino perder sus privilegios ante
el necesario nuevo orden mundial saben que les queda poco y se resisten al
cambio. Y como mejor resistencia un buen ataque: amedrentar a la población con
paro, mordazas informativas y leyes de huelga.
Las transformaciones sociales han requerido siempre una violencia
proporcionada a la resistencia de quienes las impedían. Por eso da pavor ver la
resistencia actual. Pero hay quien prefiere suicidarse en un búnker antes que
ceder el paso a la cordura. Y esa locura suya puede contagiar a muchos, acaso a
demasiados.
El modo de producción y distribución nacido de la revolución industrial ha
caducado en sus dos posibles vertientes: la oligopólica capitalista tanto como
la comunista. Hoy la ocupación industrial ya no es mayoritaria y decrece
incluso en los países emergentes. Y su combustible se agota. Estamos en una
sociedad post industrial que requiere un nuevo orden socieconómico, una nueva
fuente de energía y unas nuevas instituciones capaces de conseguir algo
aparentemente sencillo: unos intercambios justos con el planeta y entre los
hombres.
Aún no sabemos su nombre ni los instrumentos con que alumbrar dicho orden.
Solo tenemos indicios: el señuelo del consumismo se ha agotado, el crecimiento
se ha desvelado espejismo, la competitividad ha perdido su trono, los jóvenes y
los mayores conspiran para crear los procesos reconstituyentes del devenir.
La historia acabará poniendo un nombre a esta transformación de hoy. Y
ojalá que a continuación no deba poner el de un Cromwell, un Napoleón o un
Stalin.
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