lunes, 21 de noviembre de 2011

¿Es (sólo) un cuento?

Tom estaba orgulloso del trabajo hecho: todo el algodón recogido en menos de un mes. Imaginaba contento al patrón, un buen hombre del Norte que quizás al día siguiente, cuando le diese la paga, sabría reconocérselo. Se lo habría ganado: de sol a sol sin descanso, justo uno de muy corto para dar un bocado cuando se lo llevaba la Sally. 

Miró aquellos campos bajo el cielo rojizo del atardecer —un mar verde ondulante bajo una bola de fuego—; inspiró fuerte para llenarse de aquel aire dulce; se secó las últimas gotas de sudor de la frente y se encaminó hacia el pozo: antes de verse con Sally quería lavarse. Hoy la llevaría al cobertizo que había visto más allá de los barracones, le urgía poseerla a solas: delante de los demás nunca más!
            Se lavó a fondo con el agua que la palanca hacía subir de ves a saber dónde, de muy adentro, fría que hacía daño. Muchos la temían: “ni para beberla es buena el agua”. A él no le dio miedo, se la tiró por encima con el cubo: muy fría, pero siguió mojándose; los sobacos llenos de tirabuzones, el cuello como el de un toro, el pecho como un armario…
—¿Qué, guapo, quieres compañía?—Sally salió a recibirlo: llevaba el cabello hacia atrás y una gardenia blanca detrás de la oreja derecha.
            —Mira que eres bonita!—Tom la cogió suavemente por la cintura, estirándola hacia el cobertizo.


—Tom, ¿dices? a ver...sí, Tom, aquí está. Buen trabajo, aquí tienes, descontado alojamiento y comida, aquí tienes veinticinco—le dijo al día siguiente el capataz del amo.
            —¿Cómo dice, jefe, alojamiento y comida?
            —Y qué te creías, que te lo regalaríamos ?. Anda, vete y vuelve el año que viene si aún estás fuerte como ahora.
Le dio el dinero a Sally, —guárdalo tú, mujer, que a mí se me puede perder—, e hicieron camino hacia la ciudad: veinte casas bordeando un camino lleno de roderas y a reventar de trabajadores como ellos que se gastaban la paga. Fueron a buscar un lugar donde dormir.
—¿Para vosotros?. Será en el pajar, a dos dólares la noche.
—Dos dólares?—Tom observaba a su mujer:—Con la paga no tendremos ni para diez días. Dormiremos a serena.
            Lo hicieron unas cuantas noches, levantándose antes de que les tirasen los perros encima. Para comer iban haciendo con aquellos dólares y al acabarlos se encaminaron hacia McDermont: la finca estaba desolada, todo el algodón en flor por recoger y la misma casa deslucida
Encontraron al señor en la sala grande, solo, a oscuras, sentado delante de una botella medio vacía dejada sobre la mesa, al lado de un sable brillante: todavía vestía el desgastado uniforme gris de los confederados del Sur.
            —¿Ya estáis aquí? Dios del cielo, sí que habéis tardado poco.
            —No teníamos a donde ir, señor, sale muy caro dormir a cubierto.
            —¿Y qué te creías, hombre libre? Allí donde vayas habrá un amo. Libres! ¿De verdad os habíais creído que los del Norte os harían libres?
            Tom no sabía qué decir. Tampoco Sally, que miraba al amo con unos ojos que en la oscuridad eran como dos pequeñas lunas llenas. “Mejor dejarlo hablar”.
            —Ya veis lo que de verdad querían: vuestros brazos… y pagarlos sólo mientras les hacen falta: después, vete, que aquí molestas... Benditos, con sus promesas de libertad os los creísteis. ¿Y ahora qué?
            —Quizá tenéis trabajo para nosotros...
            —Yo ya no tengo trabajo! ¿No habéis visto los campos? Todos echados a perder y mi patrimonio, todos vosotros, a quienes he alimentado desde que eráis niños, ahora vagando por los caminos y trabajando para otros. Suerte que no se les acudió abrir también las cuadras.
            — Yo...
          No digas nada, no hace falta. Ya nos añoraréis, ya... Si más no nosotros, cuando queríamos un trbajador lo comprábamos. Y lo cuidábamos... Pagarlos solo cuando te hacen falta, como a las putos... qué idea! Con razón nos ganaron la guerra!
McDermont calló de golpe, paladeaba sus palabras. Se llenó el vaso, bebió un trago y observó largamente a la pareja. Sobre todo a ella. La miraba de arriba abajo y se lamía el labio inferior con la punta de la lengua.
—Pero tranquilo, Tom, esta noche os podéis quedar aquí. Tienes una cosa que quiero. Te daré dos dólares y solo te cobraré uno por el alojamiento.
           
—Tom!, ¿qué haces con ese sable?—gritaba Sally una hora después y un segundo tarde: el hierro ya enfilaba carne adentro.

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