jueves, 5 de enero de 2012

De la laboriosidad y la productividad


Quien siega sobre un tractor no parece justo que se ría de la poca producción de quien dobla la espalda con una hoz; que encima al atardecer, al llegar a la era y comparar el que han hecho uno y otro, se acuse al de la hoz de poco laborioso, es tener muy mala hostia.

Poco menos hacemos cuando comparamos la renta generada por hora trabajada, en uno y otro país o territorio, y equivocadamente lo denominamos productividad; por cuanto ésta es la cantidad de producto obtenido respecto al capital empleado —stock de ingenios y de infraestructuras, organización social y, sobre todo, nivel general de conocimiento.
Cultura a parte, la historia de cada territorio supone una herencia colectiva, un patrimonio productivo más decisivo que los recursos naturales que pueda tener, incluso si se trata de petróleo; un patrimonio que acaba determinando la productividad mucho más que no lo hace ningún tipo de laboriosidad de sus habitantes.
Historia colectiva y empresas colectivas, por cuanto las privadas, sometidas a competencia, si bien pueden ser excelentes a la hora de poner en valor el patrimonio común, no pueden generarlo: aquello que genera externalidades positivas que no pueden apropiarse, no lo hacen; y es precisamente la suma de externalidades positivas lo que conforma el patrimonio colectivo. No tendrían los EE.UU. el liderazgo tecnológico que tienen, sin el ingente presupuesto del Pentágono en I+D, de donde procede desde el GPS hasta el “ratón” de los ordenadores; ni tampoco podrían exportar flores y tomates los holandeses sin el suelo que le han ganado al mar y sedimentan vía actividad agraria. A sensu contrario, la escasa productividad griega hay que buscarla en la inmensa propiedad del suelo que tiene todavía hoy en día la iglesia ortodoxa, como la andaluza se encuentra detrás de los latifundios.
A los griegos los falta un Mendizábal que lleve a cabo una desamortización del suelo, y les falta, como a nosotros, una revolución burguesa y una industrial completas. No deja de ser curioso que el abortamiento de la nuestra se debiera, en buena medida, a la colaboración alemana; y el de la griega, a la complicidad de ingleses y americanos con la Junta de coroneles que la frustró.
Y lo que pasa cuando se integran Historias y patrimonios colectivos tanto diferentes ya está visto: superávit comercial y créditos a favor de los territorios con mayor patrimonio y renta, es decir, con mayor productividad; y déficits comerciales y deudas exteriores quienes menor. Y como consecuencia, un colosal flujo migratorio compensatorio.
Siempre ha sido así: la más productiva ciudad industrial vaciando el campo, las del Norte y Este de España vaciando las del sur peninsular, las del Norte Italiano las de su sur, las alemanas Occidentales las Orientales... Sólo las fronteras lingüísticas ponen hoy día un freno a un mayor movimiento de personas hacia el Norte; y sólo estas fronteras mantendrán todavía vivas aquí actividades marginales, esto es aquellas que, incapaces de lograr la productividad del Norte vía patrimonio productivo, prueben a compensarlo pagando salarios de miseria: no otra cosa fue la burbuja inmobiliaria, el último intento de rehuir la realidad, por cuanto las casas no podíamos importarlas de fuera.
Hace pocos días comía con mi sucesor en una empresa de consultoría: de doscientos cincuenta ingenieros de plantilla, este año ha visto marchar cincuenta hacia el Norte, donde pasan a cobrar el doble el día siguiente. Nuestros salarios más bajos no atraen a nadie, ni a empleados ni a empleadores; ¿hay que decir una vez más que el parámetro decisorio es la productividad, y no el coste de la mano de obra? ¿Que la productividad es un factor sistémico, de un país, un territorio o, a veces, de un solo ente metropolitano?
El Sur italiano no se rehízo nunca dentro de la Italia garibaldina: ¿lo conseguirá algún día este Sur de Europa que hoy somos más que nunca antes?

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