jueves, 23 de febrero de 2012

Tarde de circo


Un sol de justicia sobre la arena y sombra bajo los toldos de las gradas, donde senadores y hombres libres se sientan con la esperanza de disfrutar de un buen espectáculo: hoy son diez gladiadores y un centenar de esclavos, unos de privilegiados que tendrán la oportunidad de ganarse la libertad.
Con el sol refulgen las armaduras de los hoplitas, sus espadas y los cascos que no dejan ver sino una mirada inyectada en la sangre que saben que derramarán: se les hace la boca agua de imaginarla correr bajo los aplausos del público.

—No hay como la competencia para seleccionar a los mejores—cuchichea un senador a su esposa, distraída, con la vista perdida en los muslos de los jóvenes guardias.

Bajo tierra rezan los esclavos. En sus manos está salvarse y ser libres. Exactamente en sus manos, dado que no disponen de armas ni armaduras; tampoco habían tenido una hoz para labrar una tierra que tampoco tenían. Entre ellos hay de viejos, de ineptos, de perezosos y de débiles. De lejos se ve que no se pierde mucho si pierden allí arriba; bastante han tenido si han llegado hasta aquí.

Hay quién al salir prueba de huir; pero hacia dónde? Hay quién mira de defenderse; pero con qué? Incluso hay quién prueba de emplear las manos contra las espadas y consigue, así, un deje de admiración de las gradas antes de caer, degollado, de rodillas.

—Quizás éste, de tener un arma...—comenta un espectador a otro.

La tarde avanza con prisa cuando los gladiadores, con el trabajo hecho, hacen y reciben los honores del público: no hay ninguna duda, son los mejores!

No hay comentarios:

Publicar un comentario