Un sol de justicia sobre la arena y sombra bajo los toldos de las gradas,
donde senadores y hombres libres se sientan con la esperanza de disfrutar de un
buen espectáculo: hoy son diez gladiadores y un centenar de esclavos, unos de
privilegiados que tendrán la oportunidad de ganarse la libertad.
Con el sol refulgen las armaduras de los hoplitas, sus espadas y los cascos que
no dejan ver sino una mirada inyectada en la sangre que saben que derramarán: se les
hace la boca agua de imaginarla correr bajo
los aplausos del público.
—No hay como la competencia para seleccionar a los mejores—cuchichea un senador
a su esposa, distraída, con la vista perdida en los muslos de los jóvenes
guardias.
Bajo tierra rezan los esclavos. En sus manos está salvarse y ser libres.
Exactamente en sus manos, dado que no disponen de armas ni armaduras; tampoco
habían tenido una hoz para labrar una tierra que tampoco tenían. Entre ellos
hay de viejos, de ineptos, de perezosos y de débiles. De lejos se ve que no se
pierde mucho si pierden allí arriba; bastante han tenido si han llegado hasta
aquí.
Hay quién al salir prueba de huir; pero hacia dónde? Hay quién mira de
defenderse; pero con qué? Incluso hay quién prueba de emplear las manos contra
las espadas y consigue, así, un deje de admiración de las gradas antes de caer,
degollado, de rodillas.
—Quizás éste, de tener un arma...—comenta un espectador a otro.
La tarde avanza con prisa cuando los gladiadores, con el trabajo hecho, hacen y
reciben los honores del público: no hay ninguna duda, son los mejores!
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