Subiendo las alberas por el lado francés había hace años, o quizás todavía está, un cartel que anunciaba la reserva africana de Sigean
justo encima de otro que indicaba los diez kilómetros que faltaban para llegar a
España. De un vistazo se leía: España, reserva africana.
En los últimos quince días se ha confirmado: una reforma laboral pensada para
favorecer la contratación de mano de obra barata, a base de abaratar
previamente el despido de la más “cara”, y el anuncio de un posible macrocasino
que necesitará crupiers, camareros y putas, tal como hacían falta en la Cuba precastrista
para el solaz de los yanquis.
¿Y qué queréis, con más de cinco millones de parados? ¿Qué queréis cuando nuestros centros de investigación no encuentran ninguna empresa local interesada en sus resultados y los ingenieros tienen que hacer la maleta?
Y encima competimos con Madrid para atraer el
complejo de juego! Si tú no lo quieres, o bien eres merengue o periquito; en
todo caso, muy poco patriota.
En los terrenos que hoy ofrecemos a los
americanos, tiempos atrás se soñó un ciudad de descanso para los trabajadores
urbanos; aquello que acabó siendo la Ballena Alegre. Más tarde se ofrecieron
para unas olimpiadas de verano con sede en Madrid, en las que aquí se harían
los deportes de agua; todavía quedan restos de un canal pensado para las
competiciones de esquí náutico, justo a tocar del final de pista del aeropuerto
y de unos humedales protegidos.
Más recientemente se soñó con tener en este
espacio un parque tecnológico aeroespacial. Yo personalmente participé de ese
sueño: todavía me creía que éramos Europa, que la sociedad del conocimiento
suponía añadir mucho de éste a una industria competitiva.
También hay por allí un parque agrario congelado en el siglo diecinueve, donde unos cuantos hombres de color doblan la espalda en los pocos campos que los amos miran de cultivar a la espera de una recalificación. Tanto da que sea posible una agricultura del siglo veintiuno como se hace en Holanda alrededor del aeropuerto, de donde vienen y nos venden toneladas y toneladas de tomates: eso supone invertir y tecnología; ah, y unos trabajadores cualificados.
También hay por allí un parque agrario congelado en el siglo diecinueve, donde unos cuantos hombres de color doblan la espalda en los pocos campos que los amos miran de cultivar a la espera de una recalificación. Tanto da que sea posible una agricultura del siglo veintiuno como se hace en Holanda alrededor del aeropuerto, de donde vienen y nos venden toneladas y toneladas de tomates: eso supone invertir y tecnología; ah, y unos trabajadores cualificados.
Qué barbaridad, es mucho más fácil y seguro dar una
bienvenida tardía a Mr. Marshall.
Franco hacía islas legales para las bases
americanas, donde se hablaba en inglés y se pagaba en dólares; y también en un
trozo del Cabo de Creus para un “resort” de vacaciones francés donde la Guardia
Civil no podía entrar, se consolaba haciendo la ronda alrededor para ver chicas
en moniquini; y ya en democracia, cuando los japoneses hablaban de montar una
fábrica, Pujol les regalaba el suelo y les hacía un campo de golf bien cerquita.
Nada nuevo bajo nuestro sol.
Unos se gastaron la pasta con el AVE y los otros tiran
la toalla: no hay nada a hacer. Cómo me recuerda a menudo el amigo Miranda, en
veinte años no se recupera el siglo y las dos revoluciones que nos separan de
Europa! Y si hasta hace bien poco creíamos que nos acercábamos, sólo han hecho
falta quince días para subir de nuevo los límites del continente africano y colocarlos
en los Pirineo, donde se puede leer, por el lado francés: España, reserva
africana.
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