Beijing y Shanghai, ciudades que he visitado
durante un viaje relámpago de trabajo, seguro que no son China ni permiten
resumirla; pero mucho me temo que son el sueño de la China actual, el norte que
aquel país busca e, incluso, el norte que algunos de aquí, como por ejemplo
Joan Roig, presidente de Mercadona, o Pedro Nueno, profesor de IESE, creen que
tiene que ser el nuestro.
Que sea el suyo, que quieran salir de la miseria y
busquen el bienestar, y que en este buscar pasen por donde ya pasamos nosotros
—competencia feroz entre unos y otros, lujo excesivo de unos pocos, vivir
permanentemente dentro de una nube de smog—, todo esto es fácilmente
comprensible allí, si bien sorprenda por tratarse de un país llamado comunista;
ahora bien, que aquí haya quién desee esto para nosotros cuesta mucho más de
entender.
En ninguna parte de Europa ni de Estados Unidos no
he visto tanta tienda de lujo una junto a otra: Ferrari, Lamborghini, Rolex, Patek
Phillipe, Prada, LVMH; ni un mejor parque automovilístico atascando unas calles
donde el más fuerte es quien más avanza, ignorando carriles, prioridades e
incluso semáforos; ni tan largas colas de chóferes en la carretera, cerca de
donde saben que los llamará el amo; ni tantos altillos en tiendas y talleres para
que duerma el personal que allí trabaja; ni tanta oferta de masaje y sexo, todo a la
vez.
Ya son más de medio millón los millonarios chinos,
menos del uno por mil de la población que se aprovecha, estos sí, de las
condiciones de trabajo de sus iguales: de los chóferes, por ejemplo, que tienen
un contrato discontinuo según el cual computan como horas trabajadas sólo
aquellas en que pasean arriba y abajo al amo o a su esposa; su disponibilidad
permanente no cuenta!
—Son el futuro!—me dice Kim al volver al despacho.
¿Es esto, el futuro: desigualdad creciente, lujo
para unos pocos, contaminación espesa, pelearse con el vecino para avanzar en
la calle y en la vida?
—Si no hacemos cómo ellos no los
pararemos!—insiste.
¿Y por qué pararlos? Lo que allí he visto lo había
leído antes en los libros de nuestra historia económica: pasaba durante el
amanecer de la revolución industrial, con los siervos del campo abandonándolo
para malvivir bajo el humo de las chimeneas de las fábricas... Hyde y Jekwill ilustran
las dos caras de aquella sociedad. Por eso no hay que pararlos, bien al
contrario hace falta que avancen deprisa y conquisten tanto como aquí conseguimos
—democracia, relativa igualdad de oportunidades, protección social—, y que lo
consigan antes de que aquí lo perdamos.
Porque malas lenguas nos dicen que hace falta que
aquí trabajemos como allí trabajan —horas extras por un tubo, nada de vacaciones de
verano...— para ser competitivos. Y muy ciertamente, haciendo como ellos hacen
veríamos más vehículos de lujo en nuestras carreteras y más tiendas de ídem en
nuestras calles —algo que ya está pasando—, pero en poco mejoraríamos nuestra
competitividad.
¿Cómo podría Alemania tener una balanza comercial
equilibrada con China si fuera cómo dicen? Repitámoslo una vez más: la
competitividad internacional entre países con diferente moneda depende de la
productividad relativa; y los salarios y beneficios, esto es la distribución de
la renta, de las relaciones de poder.
No es la competencia china que nos tiene que
preocupar, sino que se les use de ejemplo para hacernos ir hacia atrás.
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