lunes, 9 de abril de 2012

Beijing i Shanghai


Beijing y Shanghai, ciudades que he visitado durante un viaje relámpago de trabajo, seguro que no son China ni permiten resumirla; pero mucho me temo que son el sueño de la China actual, el norte que aquel país busca e, incluso, el norte que algunos de aquí, como por ejemplo Joan Roig, presidente de Mercadona, o Pedro Nueno, profesor de IESE, creen que tiene que ser el nuestro.

Que sea el suyo, que quieran salir de la miseria y busquen el bienestar, y que en este buscar pasen por donde ya pasamos nosotros —competencia feroz entre unos y otros, lujo excesivo de unos pocos, vivir permanentemente dentro de una nube de smog—, todo esto es fácilmente comprensible allí, si bien sorprenda por tratarse de un país llamado comunista; ahora bien, que aquí haya quién desee esto para nosotros cuesta mucho más de entender.
En ninguna parte de Europa ni de Estados Unidos no he visto tanta tienda de lujo una junto a otra: Ferrari, Lamborghini, Rolex, Patek Phillipe, Prada, LVMH; ni un mejor parque automovilístico atascando unas calles donde el más fuerte es quien más avanza, ignorando carriles, prioridades e incluso semáforos; ni tan largas colas de chóferes en la carretera, cerca de donde saben que los llamará el amo; ni tantos altillos en tiendas y talleres para que duerma el personal que allí trabaja; ni tanta oferta de masaje y sexo, todo a la vez.
Ya son más de medio millón los millonarios chinos, menos del uno por mil de la población que se aprovecha, estos sí, de las condiciones de trabajo de sus iguales: de los chóferes, por ejemplo, que tienen un contrato discontinuo según el cual computan como horas trabajadas sólo aquellas en que pasean arriba y abajo al amo o a su esposa; su disponibilidad permanente no cuenta!
—Son el futuro!—me dice Kim al volver al despacho.
¿Es esto, el futuro: desigualdad creciente, lujo para unos pocos, contaminación espesa, pelearse con el vecino para avanzar en la calle y en la vida?
—Si no hacemos cómo ellos no los pararemos!—insiste.
¿Y por qué pararlos? Lo que allí he visto lo había leído antes en los libros de nuestra historia económica: pasaba durante el amanecer de la revolución industrial, con los siervos del campo abandonándolo para malvivir bajo el humo de las chimeneas de las fábricas... Hyde y Jekwill ilustran las dos caras de aquella sociedad. Por eso no hay que pararlos, bien al contrario hace falta que avancen deprisa y conquisten tanto como aquí conseguimos —democracia, relativa igualdad de oportunidades, protección social—, y que lo consigan antes de que aquí lo perdamos.
Porque malas lenguas nos dicen que hace falta que aquí trabajemos como allí trabajan —horas extras por un tubo, nada de vacaciones de verano...— para ser competitivos. Y muy ciertamente, haciendo como ellos hacen veríamos más vehículos de lujo en nuestras carreteras y más tiendas de ídem en nuestras calles —algo que ya está pasando—, pero en poco mejoraríamos nuestra competitividad.
¿Cómo podría Alemania tener una balanza comercial equilibrada con China si fuera cómo dicen? Repitámoslo una vez más: la competitividad internacional entre países con diferente moneda depende de la productividad relativa; y los salarios y beneficios, esto es la distribución de la renta, de las relaciones de poder.
No es la competencia china que nos tiene que preocupar, sino que se les use de ejemplo para hacernos ir hacia atrás.

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