lunes, 16 de enero de 2012

¿Y Cataluña?

Un lector me recrimina no distinguir bastante entre Cataluña y España en mis escritos. El hecho es que, hecha la tortilla, es difícil separar los huevos. Si ya lo es con Europa, y sólo llevamos veinte años juntos! Por otro lado, la habitual complicidad de los gobiernos de aquí con los de Madrid lo complican todavía más. Pero usemos el bisturí.

En relaciones económicas Cataluña/España ha habido un movimiento como de péndulo en los últimos cien años: en el primero tercio, cuando por aquí llegaba una relativa revolución industrial, por proximidad geográfica y cultural, el clamor de la clase empresarial catalana consistía en reclamar unos aranceles aduaneros para hacer frente a la competencia foránea; paradójicamente, la autarquía franquista se los concedió y, seguramente sin querer, otorgó a Cataluña el estatuto de fábrica de España: económicamente nos fue bien, tanto como mal nos fue cultural y políticamente —¿complacía al dictador la colonización que suponía la inmigración interior, por otro lado inevitable dada nuestra mayor productividad?; llegada la democracia corrimos a blindarla formando parte de la UE —no imaginábamos que acabaría tutelada por Alemania, ni en Cataluña creíamos que la Europa de las Regiones era mentira— y se fue configurando un escenario nefasto en términos económicos: un esfuerzo centralizador y reequilibrador del Estado, que ha supuesto una pérdida de peso relativo de Cataluña, y la competencia desigual de un Norte con una mayor gran productividad, que ha acabado para siempre nuestro estatuto de fábrica peninsular.

Un escenario nefasto que se evidencia con una Generalitat que no tiene dinero para pagar las nóminas, todo y el recorte en sanidad y prestaciones sociales, y que está bajo la amenaza de intervención de un Estado que, a la vez, no le reconoce un déficit fiscal que supone perder cuatro puestos en el ranking de CCAA; un escenario al que aún hay que añadir un notable déficit comercial con el exterior, y una caída del superávit comercial con el resto del estado con el que lo compensábamos tradicionalmente; un endeudamiento exterior similar al del resto del Estado y la pérdida de buena parte del sistema financiero propio; y, lo peor de todo, un paro a penas menor que el del resto del Estado.
 
Dado que no seguiremos la estela de Suiza ni de Islandia, esto es, una verdadera independencia, el encaje con el Estado español y con Europa —liderando la de las regiones, la única que reúne a las verdaderas unidades culturales y económicas— deviene del todo prioritario.
 
Pero también hay que ir haciendo trabajo en “casa”; y en este sentido, los gobiernos Pujol —que practicaban aquello de “la mejor política industrial es la que no existe”, y se limitaban a seguir la política franquista de atracción de inversiones foráneas— y los gobiernos tripartitos—que querían hacer de todo, que es otra forma de no hacer política— no han hecho suficiente trabajo ni lo bastante bien. Y el hecho que el departamento de industria de la Generalitat haya sido el más damnificado por los recortes, no augura una de mucho mejor.
 
Barcelona no estaría en el mapa sin el liderazgo político que hizo posible los JJ.OO, la nueva feria, el 22@... El País Vasco no tendría un paro más bajo que el nuestro sin haber creado en su día la SPRI (Sociedad para la reconversión industrial). Ningún país despunta sin un impulso colectivo. El libre mercado resuelve muy bien algunas cosas, pero no todas: no las que tienen que ver con la justicia social —igualdad de oportunidades, equidistribución de la renta, protección de los débiles—, ni con la gestión de recursos no reproducibles, ni con las que determinan la competitividad país —infraestructuras, investigación, nivel de conocimiento...
 
¿En qué queremos despuntar? ¿Cómo acabaremos con el déficit comercial exterior y la consecuente necesidad de financiación foránea? ¿Cómo garantizaremos nuestra independencia económica?

No habrá bastante con levantarse temprano, ni aunque sea muy temprano.

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