martes, 6 de marzo de 2012

El abuelo paterno


Mi abuelo paterno, a quien tampoco conocí, tenía un pequeño taller donde fabricaba botones. Mi padre quiso ir más allá y se iba al extranjero a visitar ferias, principalmente alemanas, de las cuales volvía con muestras de productos que le seducían.

—Qué te parece, me puedes hacer un molde?—preguntaba al volver a un amigo moldista, una especie de mago capaz de hacer el reverso de aquel producto para después inyectarle bacalita, el precedente del plástico.
En aquella España de postguerra, donde faltaba de todo y unos aranceles aduaneros impedían unas importaciones para las cuales no había dólares con qué pagarlas, este proceso que he descrito era bastante habitual entre los empresarios de entonces, que tampoco tenían ni dinero ni ideas para desarrollar productos propios.
Aquí, pues, se copiaban, se producían bajo licencia o se distribuían productos foráneos por toda la piel de toro; así se hacían los coches de verdad y los de juguete, los medicamentos y los electrodomésticos, mientras aranceles y moneda propia nos protegían; caídos los unos y la otra, quienes más suerte tuvieron fueron comprados por laa empresas licenciatarias.
Esta ha sido nuestra herencia reciente: ¿nos sorprende que todavía importemos más que no exportamos?
Un año antes de aceptar las patentes europeas para los productos farmacéuticos —que aquí se registraban según proceso, es decir, había bastante cogiendo uno de fuera y modificando el orden de los factores para registrarlo— el ministro del ramo reunió los empresarios del sector para decirles que se afanaran a copiar y empezaran a pensar al hacer I+D.
¿Cuántos laboratorios autóctonos quedan?
Con el primer éxito produciendo bajo licencia extranjera, mi padre, intrépido él, quiso dar un paso más: diseñar sus propios productos, en concreto, cochecitos en miniatura (hablo de los años 60). Esto quería decir ingenieros, cuando menos uno: mi tío; y más dinero, y esto quiso decir socios capitalistas, en este caso alguien con suficiente capital para obtener un cupo de importación de materias primas.
Llegaron a exportar aquellos cochecitos por medio mundo con el nombre de Mini-cars; pero los socios capitalistas se desesperaban al ver que, en vez de dividendos, todos los beneficios se iban a diseñar nuevos productos; así que hicieron valer su mayoría y echaron a mi padre. También fastidiaron la empresa, que tuvo que cerrar cuatro años más tarde.
No explicaría esta historia si no fuera porque es un poco la de todos: la de unos moldistas que hoy apenas no quedan, puesto que la mayoría de moldes se hacen en China; la de unos fabricantes más avezados a copiar y distribuir que a desarrollar, y que si lo quieren hacer caen en manos de unos capitalistas ávidos de dividendos que, estos sí, siguen buscándolos por todas partes, aquí o en la China, para depositarlos después en un paraíso fiscal.

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