Mi abuelo paterno, a quien tampoco conocí, tenía
un pequeño taller donde fabricaba botones. Mi padre quiso ir más allá y se iba al
extranjero a visitar ferias, principalmente alemanas, de las cuales volvía con
muestras de productos que le seducían.
—Qué te parece, me puedes hacer un molde?—preguntaba
al volver a un amigo moldista, una especie de mago capaz de hacer el reverso de
aquel producto para después inyectarle bacalita, el precedente del plástico.
En aquella España de postguerra, donde faltaba de
todo y unos aranceles aduaneros impedían unas importaciones para las cuales no
había dólares con qué pagarlas, este proceso que he descrito era bastante
habitual entre los empresarios de entonces, que tampoco tenían ni dinero ni
ideas para desarrollar productos propios.
Aquí, pues, se copiaban, se producían bajo
licencia o se distribuían productos foráneos por toda la piel de toro; así se
hacían los coches de verdad y los de juguete, los medicamentos y los
electrodomésticos, mientras aranceles y moneda propia nos protegían; caídos los
unos y la otra, quienes más suerte tuvieron fueron comprados por laa empresas
licenciatarias.
Esta ha sido nuestra herencia reciente: ¿nos
sorprende que todavía importemos más que no exportamos?
Un año antes de aceptar las patentes europeas para
los productos farmacéuticos —que aquí se registraban según proceso, es decir,
había bastante cogiendo uno de fuera y modificando el orden de los factores
para registrarlo— el ministro del ramo reunió los empresarios del sector para
decirles que se afanaran a copiar y empezaran a pensar al hacer I+D.
¿Cuántos laboratorios autóctonos quedan?
Con el primer éxito produciendo bajo licencia
extranjera, mi padre, intrépido él, quiso dar un paso más: diseñar sus propios
productos, en concreto, cochecitos en miniatura (hablo de los años 60). Esto
quería decir ingenieros, cuando menos uno: mi tío; y más dinero, y esto quiso
decir socios capitalistas, en este caso alguien con suficiente capital para obtener
un cupo de importación de materias primas.
Llegaron a exportar aquellos cochecitos por medio
mundo con el nombre de Mini-cars; pero los socios capitalistas se desesperaban
al ver que, en vez de dividendos, todos los beneficios se iban a diseñar nuevos
productos; así que hicieron valer su mayoría y echaron a mi padre. También fastidiaron
la empresa, que tuvo que cerrar cuatro años más tarde.
No explicaría esta historia si no fuera porque es
un poco la de todos: la de unos moldistas que hoy apenas no quedan, puesto que
la mayoría de moldes se hacen en China; la de unos fabricantes más avezados a
copiar y distribuir que a desarrollar, y que si lo quieren hacer caen en manos
de unos capitalistas ávidos de dividendos que, estos sí, siguen buscándolos por
todas partes, aquí o en la China, para depositarlos después en un paraíso
fiscal.
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