Ayer fui a desear felices fiestas a Pasqual Maragall, el President, el Alcalde,
el hombre que más influencia ha tenido en mi vida profesional; en 1988 se inventó
Barcelona Tecnología, donde trabajé más de veinte años, una iniciativa para “valorizar”
los resultados de la investigación, algo que aquí sonaba entonces a chino.
—¿Universidad y negocio?—nos
preguntaba más de uno.
En un artículo reciente, Argullol defendía el compromiso de la Universidad con
la verdad y la belleza. Punto. Estoy de acuerdo, con la verdad y la belleza, pero
no solo; no seamos tan elitistas, está muy bien alimentar el alma, está muy bien
saciarla espiritualmente y que apenes nos haga falta nada material; pero si tenemos
alma, cosa que a veces se hace muy difícil de creer, es dentro de un cuerpo que
tiene servidumbres materiales: satisfacerlas quizá no es condición suficiente para
una Universidad, pero no deja de ser necesaria.
Pasqual Maragall lo tenía claro antes que la mayoría lo vislumbrara: la
salud económica de un país depende de su nivel de conocimiento y su capacidad
de convertirlo en actividad productiva. Se lo explicaba a rectores y catedráticos;
algunos le entendían, otros empezaban a hacer correr montaña abajo la bola de nieve
que acabaría engulléndolo: es un visionario, ya está Pasqual con sus “maragalladas”.
Se lo recordaba yo ayer, y él se reía: no estoy fuerte de memoria, Jordi —me
decía. Bajamos al bar a tomar un café y en seguida perdió la vista detrás de lo
que era importante: un niño que daba sus primeros pasos e iba recogiendo lo que
se encontraba por el suelo.
—¿Y si la enfermedad fuese
tener memoria?—me preguntaba socarrón hace un tiempo, cuando aún jugaba con su
enfermedad y destacaba las cosas buenas, como hacer amigos nuevos cada día.
Ciertamente la memoria es, a menudo, una especie de enfermedad: el embrión
de la melancolía, de la nostalgia más fuerte, quizás, por aquello que no has tenido
sino en sueños. Hacerse mayor tiene eso: el balance con lo que habías soñado
hacer es siempre muy pobre, por mucho que hayas llegado a hacer.
Para aterrizar en el presente, al dejar a Maragall me fui a un centro
comercial: canciones de Navidad por los altavoces, padres Noel de pega, gente
atrafagada con paquetes, ya sabéis, ese prolegómeno de unas comidas sin medida.
Quizás Argullol, más hijo de Unamuno que de Ortega, tenía “toda” la razón: verdad
y belleza; puesto que de saciarnos materialmente parece que hayamos ahogado el
alma.
Bon Nadal!
P.S la última maragallada que recuerdo fue en el 2003, cuando quiso parar
la burbuja inmobiliaria: estás loco, le decían, pararás el crecimiento económico
que estamos teniendo!
Pues tenia razon
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